Con una mochila cargada de ilusiones y expectativas

4 08 2011

Desde pequeño, las mochilas me llamaron la atención. En una época, eran clásicas unas de color anaranjado, de cuero, a manera de portafolios de mano, o con una correa, con dos bolsas al frente para colocar los lápices de colores, el juego de geometría, permitía colocarla en la espalda y caminar con las manos libres. No sé para qué. En los setentas, nos dejaban en la puerta de la escuela, y nos recogían al salir. Las niñas no eran algo prioritario en mi cotidianeidad. Hacer las tareas, adelantarse a los demás, obtener buenas calificaciones y portarse bien, eran las premisas que, a base de  regaños, golpes y gritos, tenían prioridad. Fui un alumno sobresaliente, en ocasiones ejemplo de disciplina y responsabilidad.

Pero eso me permitía contar con amistades cuyos intereses académicos delataban su irresponsabilidad. A una amiga le comenté que ella me trajo a la vida nuevamente, con esas ilusiones, que desde chico, alimenté por ser mejor cada día. En la frontera, lugar donde la niñez y la adolescencia transcurrieron sin mayores riesgos, viví con sueños y anhelos por el sueño americano; becado, aprendí inglés casi al nivel intermedio, un idioma cuya voz se hacía escuchar en cada esquina, en cada tienda, en cada lugar, se escuchaba sin problemas, o en ocasiones el “spanglish” una amalgama de dos idiomas nativos, cuyas raíces son dispares totalmente, pero perfectamente aceptables en esos lares. De pequeño, quería ser maestro, casarme, tener una casa y coches, vivir sin problemas económicos y viajar, esas eran las premisas que mi amiga, trajo sin más.


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